Mi madre tenía un ángel. Se llamaba Don Juan. Su misión en la tierra era ejercer como médico de cabecera. Cuando a mi madre le dolía algo, lo invocaba mediante un teléfono de sobremesa color marfil sin teclas, con diales. Marcaba mi madre un número celestial y el ángel acudía a ella. Venía con una sonrisa muy amable, un maletín pequeño con forma de botafumeiro, y unos ojos grandes y dulces, como de yegua, que al mirarla se volvían transparentes y curativos, como de agua bendita. Extendía el ángel sus alas sobre mi madre y le auscultaba el corazón. Si a mi madre le dolía la cabeza, el ángel escribía volantes para que los especialistas descartaran tumores. Si se encontraba desganada, tomaba él su mano entre las suyas y escuchaba el relato de sus desgracias sin restarle importancia, ponderando su valor ante la adversidad. Hacia el final de la prolongada visita, con mucha dulzura y una letra sánscrita le recetaba reconstituyentes. Por eso, cuando Don Juan subió a los cielos, mi madre lo siguió al cabo de un par de meses. Me gusta pensar que mi madre descansa a la diestra de su ángel.
Mi médico es ligeramente cínico y cortésmente gallito. No creo que sea ángel. Me duela lo que me duela siempre le parece psicosomático. Sus ojos son a veces de roedor y a veces de ave de rapiña. Es un ser sin orejas, por eso en vez de ofrecer consuelo tiene que mandarme ansiolíticos. Y también carece de maletín, así que siempre recurre al ibupofreno. Desconozco su nombre y, si lo tiene, será sin el Don. Ningún teléfono terrenal, ya sea fijo o sea móvil, consigue convocarlo. Sospecho que reside en una barriada excesivamente periférica. Tal vez comulgue con antidepresivos.
Un día de mucha fiebre se me apareció Don Juan. Lo reconocí porque en cuanto vi sus ojos me entraron ganas de acurrucarme.
- Atiéndeme –me dijo-. Ya que te ha sido dado conocer los contrastes entre galenos, vengo a mostrarte los entresijos de la bondad. Tu médico no es ángel, es sustituto.
- No veo la incompatibilidad –le repliqué-.
- Los ángeles somos entes protegidos, como las especies en vías de extinción. Tenemos salario fijo ad eternis, desconocemos el dolor de las horas extras, estamos dotados del don de la ubicuidad y disponemos de un pack de milagros para repartir entre la clientela. Nuestra pureza es consustancial a nuestra falta de necesidades, nuestra bondad reside en lo relajado de nuestra existencia. Se nos reconoce por la elegancia que proporciona la sensación de bienestar y la sonrisa beaticia derivada de nuestra inmaculada perspectiva futura.
- Sigo sin comprender.
- El sustituto es un médico caído. Cada mañana es condenado a descender a un ambulatorio donde deberá ocuparse de un hormiguero de almas. En otra era, al ambulatorio se le denominaba “purgatorio”, pero le fue cambiado el nombre por un eufemismo menos agresivo. El sustituto no conoce la paz interior de unas vacaciones compaginadas con su pareja, ni el gozo de un paseo en bicicleta un sábado por la mañana. Debe aprender un complejo programa de Excel donde incardinar las dolencias de sus pacientes mientras contabiliza las variables medicamentales, optimiza el tiempo de interrelación, rellena las estadísticas de productividad y procura ajustarle la curva de eficacia-rentabilidad al médico titular. El sustituto sabe que ningún paciente (se les dio este nombre por ser sinónimo de resignado, sufrido y conforme) le regalará sus alas de ángel.
- Me siento triste, Don Juan. Triste y enferma. Una enferma satánica. He prejuzgado mucho y mal. Mea culpa.
- No he venido a inculparte, sino a ilustrarte. Ahora ya sabes que en todo sustituto hay un ángel impotente y ninguneado. Pero se han hecho fuertes los dioses intermediarios.
- Qué nos cabe, Don Juan.
- Rezar. Ésta es mi nueva.
